miércoles, 17 de junio de 2009

Benedetti



Aunque siempre fui contrario a ella, la mudanza al piso nuevo, en cierta forma, me proporcionó libertad. Por primera vez en 14 años tenía una habitación no compartida. Es cierto que mis escarceos nocturnos con el viejo transistor de mi padre ya habían comenzado un par de años antes aproximadamente. Pero ahora, por fin, podía permitirme el lujo de escuchar la radio fuera de la clandestinidad a la que antes me obligaba la presencia de mi hermana. Una presencia sigilosa pero amenazante, que podía implicar que mis padres descubrieran algún día la verdadera razón de que siempre llegase tarde al instituto.

Así, en la nueva habitación el viejo reproductor pasó de ocupar la cara oculta de mi almohada, a la que antes tenía que pegar con fuerza mi oreja para lograr captar los susurros de los periodistas deportivos o de los oyentes que encontraban en plena madrugada a su más fiel confesor en las ondas, a la mesilla de noche.

Pero recuerdo que pronto los viernes comenzaron a ser distintos. Tan sólo unos centímetros a la izquierda del dial de la Frecuencia Modulada en el que seguía cada una de las novedades de mi Betis o asistía atónito a verdaderas historias para no dormir, localicé una nueva ventana que resultó ser de lo más provechosa.

Gaviotas, olas, música de autor, versos... Un auténtico mar en calma que supuso toda una revelación para mi adolescencia. Ahí escucharía por primera vez Mi Unicornio Azul, descubriría a Ismael Serrano cuando sonaban en la radio los acordes de su primer disco, y conocería a Mario Benedetti.

Escuché y me aficioné a su poesía. Apasionada, repleta de compromiso. Versos que en el fervor de los 15 años se convertían en todo un estímulo vital. En la declaración perfecta de amor o de principios.

A esa edad fue precisamente cuando decidí acercarme también a su prosa y, casi sin darme cuenta, me planté en la mayoría de edad con el difícil propósito de empezar a leer otras cosas que no fueran Benedetti. “Primavera con una esquina rota”, “La Tregua”, “Andamios”, “Pedro y el Capitán”,“Antología de Cuentos Completos”, “Gracias por el fuego”…Unos textos que me introdujeron en la lectura adulta, y que quizás contribuyeron a forjar una parte importante de lo que ahora soy y de en lo que ahora creo.

Cuando hace algunas madrugadas escuché en la radio la noticia de su muerte, subí el volumen del receptor situado en la mesilla de noche de la habitación que comparto con mi pareja. Es un modelo que ella misma me regaló hace poco más de un año y que emula a los viejos receptores de la época en que Woody Allen nos narraba sus “días de radio”.

Aunque pueda resultar frívolo, en ese momento sólo se me ocurrió pensar qué demonios habría sido de aquella vieja radio de mi padre. Un mero sentimiento melancólico, supongo, hacia los transistores y los poetas que alumbraron mi despertar a la vida, y que en ese momento habían pasado a convertirse en un simple manojo de recuerdos.

En homenaje a Mario Benedetti, por no quedarse inmóvil al borde del camino, y por no permitir que otros muchos lo hicieran.

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