domingo, 23 de septiembre de 2012

Banderas usadas


No ocurre sólo en Cataluña. La "altura de miras" de no pocos políticos les hace usar las instituciones que gobiernan como armas arrojadizas en su batalla partidista. Las instituciones, los territorios o incluso los sentimientos de sus gentes.

Resulta útil, o al menos fácil, justificar políticas injustificables, medidas dañinas o recortes ocultos en programas electorales, aludiendo a las prácticas persecutorias de la administración inmediatamente superior en jerarquía, por supuesto de distinto signo político.

Así, el alcalde de turno señala a la vergonzante discriminación que su municipio sufre por parte del gobierno autonómico, al ser preguntado por las partidas prometidas en servicios sociales, limpieza de barrios o transporte público.

El presidente autonómico aclara que en su ánimo no estaba disminuir el número de profesores o cerrar camas de hospital, pero que la asfixia a la que el Ejecutivo central somete a su Comunidad no le deja alternativa posible.

¿Cuadratura del círculo? Añadir al discurso un elemento capaz de aglutinar ese malestar en torno, por ejemplo, a una bandera:  a Cataluña no la maltrata, persigue, discrimina o asfixia un gobierno de distinto color político. Lo hace un estado ajeno, represor de sus sensibilidades, injusto en las administración de sus ingresos, y del cual más valdría alejarse para evitar males mayores.

Ojo con quienes intentan usar banderas para esconder sus propias vergüenzas. El Gobierno de Artur Mas ha sido la avanzadilla de los recortes, drásticos especialmente en educación y sanidad. Cataluña tiene, con 821.000 desempleados,  un 22% de paro. Y lidera el ránking estatal de deshaucios con casi 5.000 en el primer trismestre del año. La solución a ninguno de estos problemas se encuentra en un trozo de tela.

viernes, 21 de septiembre de 2012

En la calle no


Claro que es normal que a un vecino le moleste que en su calle, en su portal o en la acera del colegio de su hijo, putas, chulos y clientes afeen el paisaje urbano. Entre otras cosas porque es una actividad que acarrea incordios de todo tipo: ruidos, condones usados, problemas de seguridad. Y por supuesto que no están de más las campañas de concienciación para que quienes pagan por sexo sepan a lo que están contribuyendo en la inmensa mayoría de casos.

Ahora bien, perseguir a las prostitutas que ejercen en las calles y multar a sus clientes no es que sean medidas ineficientes. Es que son simples parches, atajos, chapuzas, lavados de cara y de conciencia destinados a que no veamos lo que sabemos que pasa. Es lo único importante: no verlo. Acabar con el tráfico de mujeres y con la violencia o liberar a las miles de esclavas sexuales que viven literalmente secuestradas en pisos o en clubs de carretera no es el objetivo.

De qué otra forma se explica que las restricciones que imponen las ordenanzas municipales se limiten a la vía pública, y que ninguno de los esfuerzos disuasorios se dirijan hacia los proxenetas o hacia las mafias que se lucran con la explotación de sus víctimas.

Y todo por ese ridículo rubor que provoca en opinión pública y gobernantes el planteamiento de la verdadera y única forma de lucha contra esa forma extrema de violencia de género: regularizar la prostitución.